18 de marzo de 2013

NOSOTROS








El poeta es un fingidor.
Finge tan profundamente
Que hasta finge que es dolor
El dolor que de veras siente.
Y quienes leen lo que escribe
Sienten, en el dolor leído,
No los dos que el poeta vive,
Sino aquél que no han tenido.
Y así va por su camino,
Distrayendo a la razón,
Ese tren sin real destino
Que se llama corazón.

Fernando Pessoa

Dedico a AGG, que hace dos días, 
preso de desfachatez de ignorante,
tal vez lleno de odios o miedos 
-que tienen muchos caminos-
llamó a este sitio panfleto,
en tono ultradespreciativo, 
por oscuros devaneos, supongo.
Lo cual me honra.

El yo poético no existe, como tampoco existe el yo artístico. Sólo existe el yo personal, cada uno único en cada quien. O dicho con palabras más llanas: El yo lírico pertenece exclusivamente al campo de la invención, el yo real es de cada uno, y si es consciente del mismo, existe.

Por lo que sabemos, patente y claro, cualquier obra artística es producto de un pacto, no escrito, ni siquiera visto o entrevisto, por el personal, la gente, los que se creen artistas o son artistas. Mis reflexiones sobre todo esto las llamo mi poética. Algo personal, como la ética. Y que se dirige a un nosotros. En tiempos calamitosos, donde eso se entiende como un egoísmo compartido. Pero ese es otro palo que hoy no canto.

Poética que se inscribe, desde luego, en el sentido dado a la palabra profeta, que estimo deriva de proferir una ética, con una estética determinada. Que pudieran devenir en moral y artificio, artilugio o artillería contra el arte. Así que profeta y poeta tienen esas concomitancias exactas. 

Pero el poeta, el profeta y en general el artista, no están solos en el vacío. Sus artes y partes se inscriben y son si existen los otros. Y es obvio que si existe la materia que vehícula, o es todo: la palabra y su buen uso. Es más: no existen sin los otros. Porque la poesía o tiene ese yo lírico como un nosotros, o es falsa. O simplemente no existe. Es otra cosa: tal vez espectáculo, publicidad, pasatiempo... No me estoy refiriendo al nosotros formal. Cualquier poema usa el yo. Pero como todo uso, en arte, es artificio, juego, lúdico, es una impostura, no es nunca real, es poético, profético, se profiere en busca de los otros. En el caso de la poesía, de sus lectores o los que leen, oyen, perciben. Tal vez por ello, y al hilo de estas revelaciones, Rimbaud dijo aquello de yo soy otro (Je est un autre), cuando dejó de escribir poesía, como incitador a la misma, y pasó al otro lado del nosotros. Indudablemente con un yo prestado por su persona.  Y con eso despachó bien el romanticismo, que tantísimo daño hace al arte, en general. Claro que no todos han llegado a las cimas, autenticidad de artista y ejecutor del movimiento que es la poesía, de ese poeta francés o de otros posteriores. Que la frase de Rimbaud prendió, incendió y quema aún...

Todo en poesía es fingido. Así lo dijo luego el poeta luso Pessoa. Pero nadie se enteraba. Nadie escuchaba. Cada cual encebicao y escondío en la confusión del yomiméconmigo y lo real, y atrancado, sometido, metido, zampuzado, amurallado en sus egoísmos -vamos a ir ya deslindado verdades- escribidores de sus monsergas entre moralinas y sentimentales, cuando no sensibloides. Pero -curioso- esos mismos poetas/ruinas, atrincherados en el yomiméconmigo, adoran a Pessoa. ¿Lo han entendido y recreado? ¿O se han inventao un Pessoa al gustirrinín de sus egos?

Leí a Fernando Pessoa muy temprano (Odes/Odas, de Ricardo Reis, en selección, versión, al castellano, y notas del poeta Ángel Campos Pámpano, y prólogo de Gonzalo Torrente Ballester, Balneario Ediciones, 1980). Y ya antes lo conocí en alguna publicación de la Lisboa que visité, a finales de los setenta. Como necesidad que vino al punto para sacarme de mi yo personal y cerciorarme de que el yo poético no era más que un recurso literario, como la metáfora, el asindeton, la paronomasia, rima, ritmo, incluso las palabras, que no son yo, evidentemente; aunque al nombrarme me hacen y nazco, o renazco por su ser... Y así toda la obra literaria leída, hasta entonces, se me iluminó. Y Homero no era tanto ese yo que canta a la diosa, o que quiere cantar a la diosa, sino un nosotros, que cada quien bien puede entender como su otro yo. Homero somos todos los que lo leemos, los que lo entendemos y amamos. Nosotros. Los cómplices complicados, implicados y replicados en su canto, su obra. Cada quien puede entenderla y filtrarla a través del yo personal. Nunca de la exclusividad del egoísmo. Y ese yo personal sí es único en cada quien. Pero el que aparece en toda obra poética, que se precie, no es el yo de nadie, es fingido siempre. 

Tan bien entendieron aquéllo que significaba la ruptura con la destrucción de la poesía, que supuso el romanticismo... Tan bien lo entendieron, no ya Rimbaud, sino poetas posteriores avispados, serios y de calidades, como un Machado o un Pessoa, entre otros muchos anteriores, contemporáneos y posteriores, que tanto Machado como Pessoa se desdoblan en su mejor obra en otros, dejan de ser ese yo personal y lírico y se transmutan, alquímicamente, en otros, en unos nosotros, vosotros, dando arte al artificio de que el que escribe poesía no es nadie, no es nada, aunque use su yo como máscara, cáscara también, o cascarón del huevo del que nacen otros..., en su lato sentido pleno y gozoso, universal y cósmico. Pessoa se escindió en heterónimos. Antonio Machado en maestros, seudónimos, anónimos, postizos, otros, algunos, ningunos, nadie, nosotros...

Ser muy consciente de eso hace que se escriba buena o mala poesía. Es esencial a la evolución espiritual y estética del arte. Si la ética es la estética del porvenir, como dijo Lenin. Y al citar a Lenin ya estará alguno persignándose y poniéndose los anteojos del miedo, cuando no de su ignorancia y tal vez odio. Sí, desde luego, el valor se le supone a un poeta. ¿Cuál es ese valor? El estricto conocimiento de la materia con que se hacen los poemas: la palabra. Y si es posible, exacta. Los poemas no se hacen con sentimientos, ni siquiera con sentidos. Se elaboran con ese misterio de la palabra y su uso en el ser humano. En la forma y en el fondo. Que la palabra no se escinde por sí, sino por sus filtros, censuras, cortes, entendederas, matracas, fronteras, filtros, ignorancias, odios, miedos en cada quien. La palabra es única y la única expresión que nos aparece de un poema. Que es lo que aparece de cada poeta. Y lo que queda, si es que se hace del nosotros que lo aceptan como suyo. No del yo personal del que lo lanza, sino que su mundo se hace más abierto y ya es de todos los hombres. Como decía aquel canto de Rafael Alberti, que cantado por Aguaviva, sobre los poetas andaluces y su pregunta de dónde estaban escondíos y qué cantan, si cantaban.

Así que es deber de todo poeta terminar con la superchería del sentimentalismo y de la confusión del yo lírico con el yo personal, cuando escribe sus obras. Ya sé que mi planteamiento debe ser sorprendente a no pocos. Espero que no sorpresivo. Nadie se acuerda ya del yo del autor del poema de Mío Cid, ni siquiera de ese yo tan debatido de un poeta como Juan Ruiz, arcipreste de Hita, que ni era Juan Ruiz, un nombre muy común en su tiempo, y menos arcipreste... 

Y así con todos los autores cuya obra ha sobrevivido a la posteridad, desde sus yoes personales a un nosotros poético. También, indudablemente. Recreadores de todos ellos. Versionadores, visionarios, versonarios, versificadores, vivificadores diversos de su misma poesía. En la palabra, con la palabra como única materia. Que eso de los sentimientos, sentidos, interpretaciones, entendimientos, pensamientos incluso ya lo aporta cada yo de ese nosotros, que cada gran poeta despierta en cada uno de sus cómplices, a partir de la matriz que él nos pone de cascarón con proa en sus naves de palabras. Cascarón que debe estar bien tramado, mientras más y mejor, más  y mejor perdurará para los navegantes del nosotros

En esa línea se ha estremecido siempre mi poesía. Tanto como lector que al leer recrea y crea, como en el acto de creador o fingidor. Ha intentado latirse y batirse en duelo o por alegrías. Pues el misterio está en la materia de la misma, si lo hay, que es la palabra en danza, en ruta, en movimiento, en conformación, en acción y acto. Pues hablar es ser. Y la palabra crea y recrea el mundo. Tanto de mi ser íntimo como el de los otros y lo otro como cosmos. Sí es que poesía significa lo que dice aún: hacer, producir, fabricar. El poieos griego tan amarrado al batir, dar vueltas, mezclar, relacionar unas cosas y otras... Recuerdo una revista que dirigí, hace como más de treinta años, que en su suplemento central, que era un cuadernillo de poemas de varios autores, en la portada ilustré con foto de una hormigonera, como expresión moderna y clara de lo que quiere decir el poieos griego. Como base, cimentación o batir de toda la materia que construye o con la que se hace, fabrica, eleva, produce poesía: la palabra. 

Tal vez por ese desprestigio hoy de la palabra por los falsimedios y sus usuarios, tal vez porque se confunde cháchara, charlatanería, labia con palabra. O tal vez porque los mercados y sus dueños se han apoderado de ella. La palabra está secuestrada, dominada, asilvestrada, ninguneada, muerta. Porque el hombre está dominado por la muerte en su ser por lo que lo domina como materia. Tal vez por ello el acto poético es imposible, sino muy difícil. Y siempre en el vacío, la nada, la inseguridad y en la confusión estricta. Perdido en la publicidad y el precio. Y tal vez porque no hay un nosotros debido. Tal vez.

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