21 de julio de 2009

TRASTRUEQUE O PASTICHE AMOROSO


El miedo es padre de la crueldad.
James Anthony Froode

Desde 1973 hasta 1979 escribí el borrador de mi novela
Reverte Metamorfoseado, publicada en 1988, por modo tan rocambolesco como la ayuda de herencia abientestato de la duquesa de Rojas, habida por el ayuntamiento de Llerena. Cuyos recursos se convirtieron de aquella manera en suculentos medios para el mecenazgo post morten de la noble señora. Lo cual le agradezco sinceramente, o al destino.

Cuando escribo nunca pienso en la publicación y mucho menos en todo el mamoneo que remolonea en las molleras de la gente de letras, al tenor de sus declaraciones y propagandas, medios y mercados, ni pretendo inmortalidad, ni fama y mucho menos que me lean o aquello de que se me reconozca. Con que yo mismo no me pierda de vista con salud, quedo contento y feliz. Cuando escribo trato de hacerlo bien y cabal, crear y punto.

Hace mucho tiempo, casi desde entonces, que no leo del tirón esa novela. Algún crítico me dijo que su mayor defecto era la intensidad, en todo. Y que de la misma cualquier escritor tendría temas y modos para toda una serie de novelas... O sea que en cada palabra, línea, frase hay tal despliegue de asuntos, guiños, inmensidad que un lector medio se atasca, no puede... Y se refería al lector medio de hace como veintiún años. Y el crítico era de mucho prestigio, no ya como tal, sino universitario y personal. Supongo que para el lector medio de hoy es como si estuviera escrita en suajili por lo menos, o se quedaría en la superficie y la piel de la misma, o la tiraría a la basura directamente.

Hace un tiempo que considero su reeescritura, o sea hacer otra versión o diversión al hilo de su relectura y de la experiencia habida por mi parte, con toda la monserga de críticas, opiniones, creencias y sucesos en su torno habidas. Hay en ella partes inquietantes desde todos lo puntos de vista: formales sobre todo, pero también de temática, asuntos, personajes, símbolos, culturas..., que me siguen interesando.

Traigo este capítulo segundo tal como se publicó. En el mismo hago una especie de revival y mofa o burla carnavalesca con el tema del amor: desde el ideario medieval del amor cortés hasta los descocos de Stanilaw Ignacy Witkiewics en Insaciabilidad, esa novela maestra de la literatura polaca tan mal leída, (es curioso como en internet casi nada hay sobre este autor polaco, en castellano y a derechas, lleno lo más de lugares comunes y tópicos repetidos hasta el asco, como en casi todo; internet es, a la postre un lugar muy tecnificado de la incultura y la ignorancia malsabida, del consumo y de los tópicos y vulgaridades culturales de la sociedad del espectáculo tipo listillos del trinque comunes de suplementos de disrios al uso y círculo de aficionados a las letras que se creen que saben lo que no saben ni sabrán), pasando por madame Bobary y sus gestos románticos, la hipy o los desmadres de la novela sentimental de quioscos tipo Corín Tellado, a quien homenajeo, pasando a la burla del donjuanismo bien temperado y a dos bandas, de la novela erótica y otros devaneos de alcoba y orgía. Advierto de que es un pastiche breve de todo eso y de más, intencionadamente mal escrito, como al desgaire de un escribidor aficionado. Así es:

CAPÍTULO II

TRASTRUEQUE AMOROSO
(DIDILO = REVERTE)

La duquesa de Bará estaba tórrida y candente como una brasa de un puesto de castañera. Didil (o Dídilo) estaba enamorado locamente de ella. Era un oficial del ejército imperial, apuesto, buen mozo y garrido.
La Duquesa de Bará estaba sórdida y caliente aquella noche en el baile de gala que organizaba el príncipe. Los grandes salones horadados de lumínicas señales. Con un ambiente acústico grato, a ratos solamente. Los aristócratas andaban majestuosamente de acá para allá. Una sonrisa ancha enjugaba sus rostros resplandecientes y lúbricos. La orquesta, la gran orquesta espectacular, tocaba una música de valses, polcas, fandangos, pasodobles y rocanrol.
En los pisos superiores al salón, al gran salón de bailes del príncipe, estaban los aposentos de los invitados. Habitaciones amplias, muebles de estilo, grandes cortinajes, alfombras, camas amplias y mullidas, bóvedas con grandes adornos de yeserías, una alpargata tirada debajo de alguna cama. La Duquesa de Bará estaba pensando subir a sus habitaciones para retirarse definitivamente de la orgía enmascarada que se había organizado. Pero le daba miedo subir sola. Era la verdad. Quería un hombre.
Allí estaba el barbilindo don Florián, hombre truculento de vida bohemia y exótica. Indudablemente todo esto llamaba la atención de la mujer. Porque las mujeres son, o han sido por circuntancias históricas que no vienen al caso, románticas, no en el sentido pedantesco más socorrido, sino con toda su hondura ancestral. Lo exótico, lo oscurantista, lo bohemia han sido y serán constante atractivo de las mujeres, o al menos de ciertas mujeres como la Duquesa de Bará.
Ella se fue hacia don Florián provocadora, llamativa y llamante. Una copa de champán descansaba en su mano. Era un señuelo simplemente. Don Florián, como todos los vividores, pareció captar las pretensiones de la Duquesa y, como era mujer bella y apetecible, no tuvo escrúpulos, antes al contrario, decidió seguir aquello para ver dónde paraba. Ofreció un baile para abrir boca, cosa que la Duquesa rechazó de plano, invitando al buen mozo a compañarla a la terraza, pues hacía una noche calmosa y ardiente. Don Florián aceptó. Picó espuelas en el rocín de su pasión y salieron al aire libre. Estuvieron un rato en la azotea mirando la luna. Pensando las probabilidades.
La Duquesa propuso, Florián aceptó. Subieron a las habitaciones. Dídilo, el enamorado de la de Bará, lo sabía todo y los seguía a prudente distancia. En su cerebro surguían las más peregrinas imágenes, las más truculentas visiones entre la Duquesa y su acompañante. A veces un martillo machacaba solemnemente en la masa encefálica. Era Florián en forma de martillo que golpeaba una y otra vez. Dídilo se retorcía las manos febrilmente en el amplio pasillo palaciego mientras, a unos veinte metros, la Duquesa y Florián iban a sus habitaciones, a las de aquélla, claro. Mil preguntas sin respuestas enmarcaban y enrejaban a Dídilo, el enamorado de la Duquesa de Bará. Una vorágine de celos le atormentaba. Un martirio atroz es la mejor definición de aquella situación. El ansia de posesión de Dídilo era inusitada. Posesión total de la Duquesa como ella lo poseía ya a él. Porque él era un pelele con el que la Duquesa jugaba. Sus sentimientos eran marionetas en manos de la de Bará, esa era la verdad. Él quería devolver todo eso, hacer a la Duquesa lo mismo; pero esto parecía, de momento, imposible. Se encontraba en un estado terrible. A las puertas del infierno. Se abrió una puerta y penetraron los dos amantes. Ella llevaba siempre la batuta: De esta forma, de la otra, esto es así, aquello de esta manera. Presentando su realidad, que no era otra que la de una dominante mujer.
Se acercó a la puerta, la entreabrió. La abrió un poco más y penetró en una penumbra inquietante y misteriosa de alcoba de dama deseada. Avanzó algunos pasos. Apartó unas cortinas un poco. Miró el interior y vio a la Duquesa que se iba desciñendo de los vestidos poco a poco. Un sedeño perfume cerebral le invadió por momentos. Tuvo intenciones de penetrar y dirigirse a ella apachurrándola en sus brazos fornidos de militar, de abrazarla sin compasión y sin medida. Así, por las buenas. Florián no aparecía, no conseguía verlo.
Su cerebro burbujeaba. Había un espejo en el fondo donde se reflejaban, deformes, los objetos y muebles de la habitación. El cuerpo ondulado de la Duquesa posó ante él. Dídilo ya no la veía. Veía sólo la nada borrascosa y humillante. La cabeza le daba vueltas y las mejilla estaban al rojo. Los ojos le echaban chispas sin ver. Su mostacho se erizaba de miedo y deseo. Por fin la Duquesa mostraba sus desnudeces lánguidas y feroces que recomían el meollo cerebral de Dídilo. Sus pies descalzos paseaban por la alfombra y su cuerpo bailaba eróticamente la música que llegaba lejana del salón. El lúbrico Dídilo extasiaba. Aquello no lo era todo, sólo el comienzo, el principio sólamente del ataque cerebral aquel. Sudaba y suspiraba anhelos celosos. Florián, ya desnudo también, apareció en escena. Su pecho apenas aparecía velludo. Sus piernas apenas tenían un bello rubicundo. Pies grandes y proporcionados. También bailaba al son de la música mirífica por momentos. Su falo marcaba un ritmo erótico subido del más alto grado. Se balanceaba como un pez en el agua dueño del ambiente palaciego, en los aposentos de la Duquesa. Los testículos estaban agarrotados, fieramente arrugados, más oscuros que el resto del cuerpo. Un pubis ligeramente rubio, bello por momentos. Así se bailaba mejor, sobre todo por el calor que hacía.
El pez navegaba a sus anchas en el espacioso ambiente de la habitación. Saltaba, daba tumbos, en erección como una vara de fresno. Los dos danzantes tenían una sonrisa tenue en sus labios, una sonrisa acariciante y acariciada. Florián era sólo un señuelo,
un pelele más en manos de la Duquesa de Bará. Se acercaron mutuamente. Florián con los tres brazos en erección. La Duquesa oferente y directiva. Se hicieron una sóla masa de cuerpos, brazos, agujeros, bocas, pelos y recovecos. Una masa palpitante que cayó al suelo. Rodaron algunas vueltas tenues y lentas. Se levantaron y de forma incomprensible se dirigieron al lecho. Una cama amplia y mullida: Rollizo tálamo ducal.
Allá hicieron el amor por término de dos o tres horas, no se podría precisar, ante la mirada rojiza y espectante de Dídilo, que con esta muestra de la Duquesa cayó definitivamente en sus redes, perdiendo toda posible huida del amor enjaulador que esta mujer le tendía. Él lo vio todo. Vio el falo de Florián hurgar una y otra vez y mil veces el cuerpo tórrido de la Duquesa, vio todo, asimiló la lección y redobló su enamoramiento por ella. Ahora sí podría decir que estaba loco, loco de amor, loco por el cuerpo y por el alma, si es que la tenía, de su dama: La Duquesa de Bará.
Su frente estaba ardiente y el cuerpo empapado en un sudor frío y mórbido. No sentía cuerpo ninguno y sus pensamientos estaban embotados, no existían y parecían evadirse. Una mosca se le posó en la nariz y a pesar de que sentía un asco congénito por los animales diminutos volátiles no se pasmó un instante.
La amplia cama crujía. La Duquesa reía estentóreamente y a contratiempo, negaba, pedía vehementemente, acariciaba, besaba, mordía como una bella hija de Baco. Grititos provocadores, risitas llenaban el ambiente mezclándose con la música que todavía provenía de los salones bajos del palacio. Florián ya se dedicaba a juegos eróticos de los que la Duquesa exageraba a gusto del público monocorde que veía el espectáculo. Risas y más risas, deseos expresados casi en voz alta, para que te enteres. Florián era sólo un instrumento, un señuelo más. No valía la pena darle mucha importancia y dejarlo hacer.
A veces la Duquesa daba gritos de dolor, atenuados y provocantes, que quizás exageraban, seguro que sí, las acometidas de Florián a su desnudez erótica y provocativa en el lecho del amor y del coito.
Dídilo sufría, sufría; pero ya llegaría el desquite. Mañana aún no ha llegado. Hoy no existe y es mejor olvidar.
Desde aquel día Dídilo creó un mito, aplastante y conmovedor para él. Amaba, amó y amaría a la Duquesa de Bará siempre, cada día más, cada jornada con más fuerza, y siempre que la viera hacer el amor, besar, acariciar o masturbar a cualquier hombre, él la querría más. Era el juego, el juego de siempre: No hacer a quien se ama, hacer por amar a quien deseas.
Dídilo volvió la espalda y abandonó el recibidor de los aposentos de la Duquesa. Florián y la de Bará se vestían ya. Él, Dídilo, se juró amar más infinitamente a la señora, mujer de sus deseos, Duquesa de Bará, grande del país.

Reverte metamorfoseado, novela, Cáceres, 1988

NOTA. La ilustración es la contraportada de la novela. En foto donde poso con actitud de mercenario de algo dispuesto a todo..., tras de mí un cartelaje de la posible portada, y ese texto publicitario al remedo del comercio editorial, a la contra, que me uso, en ese cachondeíto tan propio de todos los maestros hispanos de la cosa de escribir, desde don Juan Ruiz, arcipreste de Hita, hasta Miguel Espinosa, pasando por Cervantes, Gracián o Quevedo... Todo muy en negro.

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