29 de junio de 2008

PLAGAS, PLAGIOS Y OTROS PLAGAMIENTOS


Mandó que se continuase echándole encima las manadas de ganado de cerda.
(Noticias de una plaga de langosta
en Llerena, 1669. Publicada en
la
Revista de Extremadura, tomo de 1904)



Se vieron numerosísimas manchas por los campos alrededor de la ciudad amurallada. Por la amplia, relumbrante llanura encerrada por sierras, que desde una punta a otra del llano se columbraban recortadas en bruma gris verdosa.
La plaga de langosta estaba otra vez allá. Ni san Cipriano, ni san Bartolo ni san Freudlián, ni san Marxtín, ni san Einsteinfano, ni santa Engelsgracia, y aun menos El Mitra. Ninguno pudo atajarla, rechazarla o prevenirla. La hecatombe, agazapada, se cernía sobre la ciudad y sus gentes. Sobre sus fieles gravitaba, en las cabezas de los libertinos. Nada pudo hacer san Sartreago, que la precipitó.

Allá marchó a ver la desgracia el maestre de campo, gobernador de la ciudad, don Diego de Rueda, caballero de la Orden de Sartreago al mando de las fuerzas dispuestas bravamente a luchar con los insectos.
“Era verdaderamente irrisorio, hilarante, estrambótico y ladino que yo, don Diego de Rueda, tenga que asumir tamaña responsabilidad. ¡esto no tiene nombre!”

Por las suaves colinas, entre polvorientos caminos, los labriegos y gurripatos, zampapanes y mazacotes cabalgan. Alguno va muy digno a pie. Les basta un refresco, que lo componen pan, queso y vino.
Aún no ha crecido la langosta, apenas vuela y es fácil cogerla. Por cada libra les dan un real. Luego el almud subió a tres reales. Incluso mujerotas y niñatos recolectan los animalillos. Hay que evitar la desgracia. El cabildo paga. También la mesa maestral. Se están endeudando; pero cumplen.
Unos frailes, por amor de Dios, por ganarse el pan o por otra cualquiera triquiñuela o martingala, recogieron algunos almudes de langosta, que, religiosamente, entregaron al gobernador, mandando éste que fueran enterradas en lo más hondo del campo de san Marcos.
Dos comunidades de monjas se exclaustraron para ir a recoger la aberración animalesca en los campos aledaños al Púlpito del Diablo, que es una amplia hondonada por la que corre un riachuelo, con restos de una presa romana o musulmana, o, tal vez, de las dos culturas. Las rocas allá tienen caprichosas formas. Hicieron un buen servicio a la comunidad, volviendo todas con muchas langostas exterminadas que enterraron ellas mismas en el egido del Gato. Aquellos bichitos verduzcos, sin alas todavía, que parecían macarrones blandos y fríos traídos del averno, les horripilaban al principio, y, más de una sufrió desmayos, hasta aficionarse a ellos y cazarlos.

Desde un bizarro altozano la figura de don Diego de Rueda se recortaba en la calurosa tarde del preestío. Pendiente abajo la masa campesina aprisiona, como puede, a los insectos que mete en sacos de esparto. Pequeños, voraces, indefensos uno a uno; pero numerosos bichejos como arena. Miles, millones de langostas quedan aún, y crecen. Tocado con su negro sombrero velazqueño, adornado por plumita de grajo. Lleva un mechón de pelo de color azul y otro de rojo, según la moda de la alta peluquería del barroco. Barba lamparosa de manchas plateadas, que tal vez fueron oro. Ojeroso y decaído. Un breve cortejo acompaña. Muy en su lugar, toma las decisiones supremas de mando en el campo de batalla. Contrariado, molesto baja del caballo, que sujeta un doncel. Sus calzas pisan el suelo, y aquellos de aquellos malditos seres enemigos.

Su clérigo consejero, zampabollos, tiralevitas y cabezón, sopesa las diferentes maneras de luchar con el mal. No contra el empingorotado y verborreante mal metafísico que corroe tuétanos de almas, o de libros chorreantes de cera y polilla, sino contra el mal del siglo, contra la plaga de langostas. Su amo, entretanto, desenfundándose la capa y otros arreos, la emprende, en un principio disimuladamente, después sin contemplaciones, y, al final, poseído de un irreprimible furor contra los animalitos esparcidos por aquel alto, hasta bajar junto a la chusma atareada en recogerlos copiosamente. De esta forma el mal los igualó. Don Diego eras todo un carácter. O, mejor, dos.
Evidentemente –se pensaba el clérigo- ni aún se ha inventado el DDT, ni plaguicida todavía se le ha ocurrido a algún chiflado escritor, y, menos aún puedo contar con la connivencia del autor de esta historia para que haga desaparecer, ipso facto (dominus meus), del discurso diarreico que hoy elabora, la plaga de langostas que nos asola, que se nos ha echado encima por arte y gracia de su invento maginero, Hemos de emplear otros sistemas más al uso y explícitos.

Barajó, entre ellos, unos cuantos que llevamos o llevaremos a efecto:
-Cogida a mano del insecto por parte de la masa campesina sometida al maestre de campo. Se amenazará con la excomunión, que conseguiremos de Roma. Y se recompensará por ello con prebendas, jubileos y otros dones espirituales.
-Recurrir a la clericalla de la ciudad, abundante en ella, y emplearla toda en combatir la perversidad.
-Mandar traer a fray Afanasol Pelandusco para, mediante sus ensalmos y ensoñamientos, erradique el mal de aquí. Sé que con los fríos invernales no durará.
-Avituallarnos con el agua bendita, pasada por la reliquia de san Gregorio, en Navarra, y pasearla solemnemente por la ciudad extramuros, rodeándola siete veces para protegerla.
Se rascó la grandiosa cocorota, montó en su mula. Partieron, en breve cortejo, al caer la tarde. Pasaron más de diez días; incluso veinte.

Desde un altiplano suave, con aparejo de guerra, el maestre de campo avanzó seguido de furiosos gruñidos. Eran cientos de cerdos indómitos los que, ahora, hozaban dando dentelladas por el campo, entre las manchas, muy crecidas, de langostas. Los porqueros azuzaban con pitos, chirimías y todo tipo de utensilio silbante o diletante, tendente a soliviantar la porcuna grey. Muy ufano, a falta de empresas guerreras de más fuste, don Diego de Rueda no cabía en sí de gozo.

Nada sirvió para expulsar, contener, exterminar a la langosta. Asoló, aquel año del Señor de mil seiscientos sesenta y nueve todas las cosechas de la campiña. Ni manos campesinas afanadas hasta la sangre, ni frailes o caricias de monjas, ni agua bendita, ni prédicas de fray Afanasol, ni cerdos voraces, nada. La langosta terminó con las cosechas. Se hinchó. Comió a la ciudad amurallada, al maestre de campo, al fraile de la hermosa cabeza, ¡oh, Dios, qué cabeza! Sin atragantarse, Marchó tragándose, la bestia, los tiempos y los espacios.

Soy Jonás. Yo encontré, en el gran buche de esta langosta, un escrito que da fe de todos los hechos que digo y escribo. Atestigua que se pusieron todos los medios al alcance para exterminarla. No se pudo. Yo nací en el gran cuerpo de este animal inmenso como el mundo y así lo afirmo.

Mas no todo fueron desgracias. En aquel grandioso mes de abril la langosta subió a los cielos, donde está sentada en el trono del Padre y de la Madre y le hace imposible la vida al Hijo, que tiene a su diestra.

Dado en Llerena a 28 de abril de 1669

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