22 de julio de 2008

IMÁGENES


Fue el caso que entró en Santa María para arreglar, por encargo del párroco, la celosía de madera de uno de los confesionarios. La tarde había comenzado a declinar. La última misa había terminado por ese día. En el templo algunas beatas deshojaban los postreros rosarios y el sacristán trajinaba de aquí para allá en faenas que serían imprecisas. El confesonario estaba a la derecha de la entrada principal que daba a la plaza, según le indicó el cura. No era nada. Dos o tres tablillas sueltas que reclavó rápido. Aquella jornada estuvo todo el tiempo cansado por el mal sueño de la noche anterior. Entró dentro del armatoste del confesonario, y se sentó. Miró hacia fuera. No había nadie ya en el templo. Probó recostar la cabeza en la celosía para ver si resistía. Después, dando un suspiro, se reclinó hacia atrás y quedó dormido.
La luz se fue apagando en todo el ámbito de la iglesia. Su interior iba quedando en penumbras. Llegó la noche. Pero él seguía dormido dentro del confesionario. Y el sacristán diligente había cerrado todas las puertas del templo, quedándolo encerrado.
Despertó al ruido de unas infantiles risas. Atolondrado se asomó fuera y, asombrado, vio dos angelillos que jugaban con su caja de herramientas. Todo el templo estaba iluminado por una luz que no era del día ni de las lámparas eléctricas. Había gente por el templo. Se veían pequeños grupos murmurando conversaciones y se oían retumbar los pasos en las altas bóvedas. Miró su reloj y eran las doce y media de la noche. De pronto se dio cuenta que en el retablo de enfrente las figuras que representaban a los santos faltaban de sus hornacinas. Se fijó en los otros, pues había salido del interior del confesonario, y observó boquiabierto, pasmado, que también estaban vacíos. ¿Qué era aquello? ¿Qué vorágine de locura le aquejaba? Tomó conciencia de que efectivamente estaba despierto. Recogió las herramientas que desperdigaron los angelotes, huidos al salir él del confesionario. Con la caja fue hacia la salida, que vio cerrada.
—¿Dónde va usted? —preguntó un san Jerónimo pequeñito, escuálido, reluciente y calvo.
—A la calle. Me voy a la calle.
Rugió un león diminuto que él siempre supuso tallado en madera por un tal Martínez Montañés.
—Aquí nadie sale a la calle, amigo. —Pontificó el san Jerónimo pequeñito.
—Si yo sólo vine a arreglar eso. Ya está y me voy.
—Le repito que no podrá salir aunque lo intente. Además, menos aún siendo uno de los nuestros.
—De los vuestros, ¿de qué vuestros?
—Vamos, no te hagas el loco. De nosotros.
—Y, ¿quiénes son nosotros?
—Nosotros, y pones a prueba mi santa paciencia, somos las imágenes de los santos de esta iglesia que ciertas noches recuperamos nuestra vida. Dejamos de ser estáticos y recobramos el movimiento, el pensamiento y podemos andar, hablar, y hacer todo lo que hacen los seres vivos. Todo viene de los artesanos antiguos, del arte de la talla en madera, de imágenes. Los imagineros de antes eran casi todos judíos de tapadillo y realizaban con nosotros unas prácticas para darnos vida. Prácticas cabalísticas parecidas a la del gólem.
—¿El go qué?
—Al gólem. Un hombre de barro que algunos rabinos vitalizaban con una palabra puesta en la frente. Y lo ponían a su servicio. Nosotros llevamos en nuestro interior de madera nuestra palabra clave que nos vivifica. Esa práctica la perdieron los modernos imagineros. Todo esto según nos cuenta el san Isidoro, que de esto sabe un rato. Pero a ti te veo raro. Además vistes según la gente de ahora. O sea, que todavía queda algún imaginero que practica esa tradición. Pareces nuevo y por eso te cuento todo esto.
—Pero yo, yo soy una persona de carne y hueso, no de madera…
—Eso nos creemos todos al principio. Luego esas ínfulas desaparecen.
Se fue dejándolo desconcertado. Efectivamente, todas las imágenes andaban por el templo, hablando entre ellas o paseando solitarias. Se fue hacia la puerta de entrada. Intentó descorrer el gran cerrojo; pero ni lo movió. Golpeó la madera por si oía los golpes alguien que pasara a esas horas por la plaza. Esperó y dio voces. Pero nada. A los ruidos se acerca¬ron todas las imágenes vivientes, con curiosidad por lo que hacía. Un san José, con la vara de nardos, se adelantó:
—Es inútil, muchacho. Cuando estamos vivos no se oyen los ruidos en el exterior del templo.
Apartó rápido a los mirones y se fue hacia la sacristía. Detrás fueron todas las figuras. Cada una de ellas conservaba el tamaño real qué tenían en los retablos estando estáticas. Todas eran más bien pequeñas. Menos un san Sebastián de tamaño natural que parecía, en medio del grupo, un gigantón. Se dirigió a la puerta que estaba al lado del altar mayor, que daba a la sacristía y entró. Se fue rápido al acceso desde la calle. Intentó correr los pestillos, ya que a la puerta había sido echada la llave desde fuera. Pero no se movían. Miró atrás y todo el grupo de imágenes le observaba. Pidió al san Sebastián que le ayudara. Este, mirando a los otros, se fue a la puerta. Tiró con todas sus fuerzas y no la movió siquiera.
—Ya decía yo que era un imposible —recordó el san Jerónimo.
—Entonces, ¿qué hago aquí? —preguntó angustiado.
—Lo que nosotros. Disfrutar de esta noche de vida y asistir a nuestra asamblea.
La contestación le pareció absurda. Se resignó, y callado, se trató de amoldar a tan extraña circunstancia. Aquellos santos de madera creían que él era uno de ellos. Pensaba que por una noche que durara aquella broma no le pasaría nada. Incluso mostró cierto interés por saber más de la circunstancia en que se hallaba, y por tratar a tan extraños seres. Los santos de la iglesia nunca le hicieron gracia. Esos ojos tan brillantes que tienen le ponían nervioso. Sobre todo cuando estaba solo. Parecen mirar fijamente como con un raro poder hipnótico. Son inquietantes. Además, las tallas están hechas con una deliberada intención de realismo. Hechas sobre algo que algún día fue vida, como es la madera. Pero aquello de que le tomaran por una de ellas lo preocupaba. ¿Y si era cierto? ¿Y si él hubiese sido siempre una imagen de madera de un santo cualquiera que soñaba que vivía y era carpintero? Pero esa idiotez la rechazó. No debía de echarse a pensar tonterías a pesar de que la situación en que se encontraba era proclive a eso.
Habían salido casi todos de la sacristía. Sólo el san Isidoro, el san Jerónimo y el san Sebastián se quedaron con él. Dejó la caja de herramientas en el suelo y pasó hacia dentro del templo. Fue a la otra puerta de salida y comprobó que, efectivamente, era inamovible. Deambuló por todas las capillas. Pensó en algunas, en otras salidas. No se le ocurría ninguna.
Fue hacia el altar mayor donde estaban congregados todos los demás. Él se pasmaba de su tranquilidad en aquel trance. De haberse planteado aquella situación algún día, como remota posibilidad, hubiese pensado en dar voces… ¡Tocar las campanas! ¡Qué idea! Se dirigió a donde se subía al campanario. Remontó los primeros escalones hasta una puerta pequeña. Tenía un candado. La empujó con todas sus fuerzas y ni la movió. Bajó y trajo un martillo de su caja de herramientas. Intentó desclavar los cáncamos que sostenían el candado a la puerta y al bastidor. Pero increíblemente aquello no se partía por muy fuerte que le diera. Al cuarto de hora después de haberlo probado todo se veía obligado a desistir desesperado. Oyó una campanilla tocada en el interior del templo. Al rato el san Jerónimo se asomó, con su menguada estatura, por las escaleras.
—Venga a la asamblea y desiste de intentar nada por salir de aquí. Como verá, es inútil.
—¡Ya me estoy hartando de todo esto! —y sin saber cómo, empezaron a llorarle los ojos de impotencia.
—Vamos, hijo, acompáñame. Por ésta hemos pasado todos y es mejor olvidar el exterior. El exterior no existe. Olvídate de él.
—¡Pero qué dice!
—Vamos, vamos; paciencia y vente conmigo.
Le siguió hasta donde estaban todos ordenadamente sentados frente al altar mayor. Al pasar vieron, en un rincón, cerca de la subida al campanario, una imagen de un Cristo montado en un borrico. Era de la procesión del domingo de Ramos.
—Y esos —preguntó. — ¿No resucitan esta noche?
—Esa imagen fue hecha hace pocos años y es de escayola. Ya dije antes que los artistas de ahora no son como los de antes.
Llegaron a la asamblea. La presidían un san Pedro, con larga barba blanca, un san Ignacio de Loyola, una santa Teresa, un san Pancracio y una santa Lucía, con ojos en la bandeja. Cuando se sentó, el san Jerónimo se fue también hacia donde estaban los que dirigían la reunión. Tomó la palabra el san Ignacio:
—Antes de comenzar lo que es el interés principal de este cónclave, hemos de hacer, como siempre, un serio recuerdo para ver si estamos todos los de siempre, aparte del invitado, o si por el contrario, falta algún des¬pistado que no ha hecho caso a la campanilla. Así que pasaremos revisión. Si alguno advierte la falta de alguien que lo diga ahora. Luego sería demasiado tarde.
Todos murmuraron y miraron acá y allá entre los reunidos. Un san Francisco de Asís levantó la mano:
—Yo no veo por ningún lado al Cristo gótico, de tamaño natural, que hay en la sacristía.
—Es verdad —dijo el santo Domingo—. No le veo tampoco.
—Bueno, bueno. ¿No falta nadie más? —tranquilizó el san Ignacio.
No faltaba nadie más. Mandó al san Sebastián que lo buscase por si se había entretenido en algún sitio. El san Sebastián fue a la sacristía. Todos esperaron. Al rato volvió dando grandes trancazos y asustado.
—Ve... venid acá —dijo sin apenas aliento.
Todos fueron detrás. Sobre el suelo de la sacristía yacía el cuerpo de la imagen del Cristo gótico de tamaño natural. Un inmenso charco de sangre era su lecho. Tenía multitud de heridas por todo el cuerpo. Parecían puñaladas. Decenas de puñaladas. Todos lo rodearon en silencio. Perecía muerto. El san Pedro recogió un papel que estaba junto al cadáver. Hic homo iacet, leyó con voz entrecortada.
—Estas debían ser las palabras claves que le daban vida a esta imagen. Faltan dos más que parece que han sido borradas. Alguien lo hizo y ha muerto cuando había recuperado ya la vida.
—Quizás fue la humedad —apostilló el san Jerónimo.
—No creo. Esto ha sido un crimen de alguien que está en el templo.
—Tal vez algunos de nosotros —terció el san Isidoro.
Cada cual fue explicando, ordenadamente, en qué había empleado su tiempo, desde que se revivificó. Todos tenían coartadas perfectas. La mirada del san Pedro se fijó entonces en el carpintero. Todos volvieron la vista a él.
—No pensaréis que soy yo. Yo no sé nada de nada.
—Ya lo sabemos. Tú ignoras que a nosotros se nos elimina borrando algunas de las palabras claves que nos dan la vida. Tú eres el de que ni siquiera tenemos la más mínima sospecha. Tú estás libre de culpa. El ase¬sino, o es alguno de nosotros, o está escondido por el templo.
Buscaron, palmo a palmo, por toda la iglesia sin encontrar a nadie. Se volvieron a reunir en la sacristía. Alguno recordó bajar a las criptas, donde se enterraban las personas de abolengo y mirar allí, por si se escondía el asesino. Se hizo y la búsqueda fue un fracaso. Todos juntos acordaron que había que encontrar una solución antes de que llegase el día y no se notase que el Cristo gótico había bajado de su cruz con vida propia. Así que probaron a limpiar el cadáver de sangre y a colgarlo de la cruz. Pero era imposible situarlo. Se notaba que quedaba como no estaba antes. Quizás cuando llegara la hora en que las imágenes perdían la vida el Cristo volviera a su anterior postura y rigidez. Pero era una remota posibilidad. Tal vez si se descubrieran cuáles eran las dos palabras borradas, de aquella clave escrita en el papel encontrado junto al muerto, se le devolviese la vida. Se intentó y el san Isidoro, junto con otras sabias figuras, probaron reconstruir lo borrado; pero no resultó y la noche se iba. Todos buscaron otra vez al asesino. El motivo de encontrarlo era ponerlo en el lugar del Cristo. Todo fue infructuoso. El san Jerónimo tomó la decisión de la última y posible solución.
—Mira, hijo mío, ya sabes que hemos de encontrar a alguien que ocupe el lugar del Cristo gótico. Todas las precauciones son pocas para no levantar sospechas. Hemos pensado que tú ocupes su lugar, pues a ti te iría pintado el lema que ha quedado sobre el papel, en caso que afirmes ser quien eres, Hic homo iacet, que quiere decir: Aquí el hombre yace. Y cuando llegue el momento recuperarás, por una noche, la vida, cada año, y para la eternidad.
—¡Tú estás loco! ¡Cómo voy a aceptar yo eso! ¡Esto es una locura!
—Nosotros no te vamos a obligar a nada. Pero no tienes escapatoria posible. A algunos de nosotros nos ha pasado algo parecido. Esconderemos el cadáver del Cristo en un lugar en que nadie podrá encontrarlo. Será algo así como si lo volatirizáramos.
—¡Me niego!
—Grita mientras puedas. Ya verás. Aceptarás como todos.
Llegó el día y las cosas iban amaneciendo. El sacristán de Santa María fue, renqueante, hacia el bar en el que todas las mañanas se tomaba sus cafetitos y sus copitas de orujo. Luego se encaminó a la sacristía para ir preparando la misa de las ocho. Hacía un ligero vientecillo. Abrió la puerta. Entró en la sacristía y se fijó en la caja de herramientas abierta en medio de la habitación. La recogió pensando que el carpintero se la habría olvidado. No le dio más importancia. Ya vendría a por ella. Luego, sobre el viejo armario, encima del cual colgaba la gran cruz del Cristo gótico, fue extendiendo las vestiduras sacerdotales para que el párroco, al venir, se fuera revistiendo. Era su rutinaria tarea. Ni siquiera pensaba lo que hacía por sistema.
Ni el sacristán, ni el párroco, ni ningún feligrés, ni tampoco alguno de los incontables estudiosos del patrimonio artístico de Santa María, observó nunca que la cara de ese Cristo gótico de la sacristía había cambiado con respecto a su imagen anterior. El Cristo auténtico había sido suplantado. Ahora el crucificado, que yacía en aquella cruz, era otro que encerraba el secreto en su interior de madera, que antes se supone que vivió siendo árbol. Ese secreto decía: Hic homo iacet : Aquí el hombre yace.
Las imágenes esperaban otra vez la noche de su resurrección. El Cristo gótico la anhelaba en su angustia.

1 comentario:

  1. Anónimo5:39 p. m.

    Qué elegante, demoledora, veraz e inteligente crítica a la iglesia, y por extensión a toda iglesia o grupo de dominio del individuo. Hay una sutil y muy genial ironía, finísima en eso del carpintero cricificado, en detalles estupendos...
    Otro hubiese hecho una película buena o varias novelas con todo lo que hay en tan corto espacio y tan intenso.
    ¡¡Me encantan sus cuentos!!

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Hay algo que se llama libertad, y que debes ejercer libremente. Así que distingue bien entre las ideas, los sentimientos, las pasiones, la razones y similares. No son respetables; pero cuida, que detrás hay personas. Y las personas, "per se", es lo único que se respeta en este lugar. Muy agradecido y mucha salud. Que no te canse.